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MICRORRELATOS

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Me miras manteniendo las distancias. Pesada y silenciosa. Tan peripuesta como siempre. Tan grisácea. Tan hueca, y llena de la nada. Parte de ti aún no se ha despertado. Tu piel permanece tersa, intacta e inmóvil. Los dedos se me hunden en ella; y ella, con una fina y vertical línea dibujada en los labios, me sujeta, olvidada de unos tiempos en los que ser era atreverse. Tu árido aliento me produce un escalofrío que pretende ser placer. Estiro las mangas del jersey y oculto los puños bajo una suave piel que enseguida me calienta. Paseo pensativa por cada uno de tus lunares y pecas, preguntándome cómo es que nadie se haya fijado en ellos antes. Me detengo allí donde tus rizos cobran vida, con cada bello entrelazándose de forma brusca entre mis dedos. Te miro, y no consigo encontrar el horizonte entre tanta nube; entre tanta luz que pretende seguir jugando al escondite.


Se me aceleran los latidos en busca de un porqué que no llega a aparecer. Pero comienzo a ver. Logro respirar aire fresco a pesar de la eterna galerna y encontrar un sol tenaz entre el espesor de la atmósfera. Y de repente ocurre. Jadeante, me alejo. Nuestras miradas conectan por primera y última vez. Tus labios no se contagian de una sonrisa que destellan de poder. Los colores me llaman. Un azul suave en lo alto que, poco a poco, desaparece tras un fondo naranja cálido. Nubes de algodón que parecen pender de un hilo invisible; algodón sobre trazos de pincel imperfectos. El delicado y continuo romper de las olas. El horizonte, más marcado que nunca. Los últimos rayos en contraste con un mar lleno de sombras. Miradas diáfanas. El fin se acerca, gritan muchos, mientras unos pocos prometen.


Prometen que serán. 



Actualizado: 13 sept 2021

Clavaba las pupilas en las tuyas y me quedaba sin habla. Tus ojos, brillantes cual estrellas, se aferraban a mí como si el tiempo tuviera alas. Susurrabas que me necesitabas, pero lo que no sabías era que yo, sin tu presencia, me sentía ahogada.

Ahora me dices que fui una estúpida, pero yo te digo que fui una cobarde; pues incluso el ser más estúpido llega a ser valiente en la ignorancia. No quisiste ver mis inseguridades ni en pintura, unas que me recuerdan a tu gran admiración hacia ese pintor de una sola oreja. Admito que intenté cambiar y que por ello caí en un tiempo sin tiempo, en un mar de olas de desconsuelo. Ahora sé que no siempre la tortuga debe ganar a la liebre.


A veces, si me concentro lo suficiente, puedo sentir tus manos alrededor de mi falda, tus caricias en la espalda, tus susurros entre mis tirabuzones de esmeralda. El tacto de tus labios sigue tatuado en los míos. Tu mirada clavada en la mía. Veo cómo tus profundos y grisáceos ojos dibujan una sonrisa, cómo me susurran que todo está bien, que todo lo estará. Pero nada lo está. No ahora que ya no estás. No ahora que miles de kilómetros nos separan. Son kilómetros físicos y kilómetros no tan físicos. Es la distancia de dos corazones que, por mucho que se buscan, no se encuentran. Ni se complementan. 


Otras veces puedo respirar. Ya ves, así de fácil pierden fuerza las palabras y promesas. Pues son ficción, sonidos sin sonoridad: ilusiones. Son como dagas en el pecho, ácido en nuestro cuerpo. Y,  aunque estas nunca sean bienvenidas, siempre están allí. Son como sombras: silenciosas y constantes. A veces están, otras veces no. Te buscan y te encuentran. Siempre lo hacen. Y consiguen desanimarte y hundirte y te hacen pensar más en un futuro hipotético que en un posible mañana. Y lo cierto es que esas ilusiones tan enrevesadas son parte de nuestra imaginación. De una imaginación que, si se usa demasiado, puede llegar a volvernos locos.


Locos de esperanza.




(Este microrrelato también se puede leer en la revista literaria Hambre)

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